¡Alégrate, el Señor está contigo!

 

Liturgia - Lecturas del día

 

 

Viernes, 22 de octubre de 2021

¿Quién podrá librarme de este cuerpo

que me lleva a la muerte?

 

Lectura de la carta del Apóstol san Pablo

a los cristianos de Roma

7, 18-25a

 

Hermanos:

Sé que nada bueno hay en mí, es decir, en mi carne. En efecto, el deseo de hacer el bien está a mi alcance, pero no el realizarlo. Y así, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Pero cuando hago lo que no quiero, no soy yo quien lo hace, sino el pecado que reside en mí.

De esa manera, vengo a descubrir esta ley: queriendo hacer el bien, se me presenta el mal. Porque de acuerdo con el hombre interior, me complazco en la Ley de Dios, pero observo que hay en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón y me ata a la ley del pecado que está en mis miembros.

¡Ay de mí! ¿Quién podrá librarme de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias a Dios, por Jesucristo, nuestro Señor!

 

Palabra de Dios.

 

 

SALMO RESPONSORIAL                                 118, 66. 68. 76-77. 93-94

 

R.    ¡Enséñame tus mandamientos, Señor!

 

Enséñame la discreción y la sabiduría,

porque confío en tus mandamientos.

Tú eres bueno y haces el bien:

enséñame tus mandamientos. R

 

Que tu misericordia me consuele,

de acuerdo con la promesa que me hiciste.

Que llegue hasta mí tu compasión, y viviré,

porque tu leyes toda mi alegría. R.

 

Nunca me olvidaré de tus preceptos:

por medio de ellos, me has dado la vida.

Sálvame, porque yo te pertenezco

y busco tus preceptos. R.

 

 

 

EVANGELIO

 

Ustedes saben discernir el aspecto de la tierra y del cielo,

¿cómo no saben discernir el tiempo presente?

 

a    Evangelio de nuestro Señor Jesucristo

según san Lucas

12, 54-59

 

Jesús dijo a la multitud:

Cuando ven que una nube se levanta en occidente, ustedes dicen en seguida que va a llover, y así sucede. Y cuando sopla viento del sur, dicen que hará calor, y así sucede.

¡Hipócritas! Ustedes saben discernir el aspecto de la tierra y del cielo; ¿cómo entonces no saben discernir el tiempo presente?

¿Por qué no juzgan ustedes mismos lo que es justo? Cuando vas con tu adversario a presentarte ante el magistrado, trata de llegar a un acuerdo con él en el camino, no sea que el adversario te lleve ante el juez, y el juez te entregue al guardia, y éste te ponga en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo.

 

Palabra del Señor.

 

Reflexión

 

 

Rom. 7, 18-25. Por pura gracia de Dios hemos sido perdonados por la muerte de Cristo, y justificados por su gloriosa Resurrección. Así hemos sido liberados de la esclavitud del pecado y de la muerte. Sin embargo no podemos negar que el pecado y la muerte siguen presentes en nuestro mundo.

¿Acaso nosotros mismos no tenemos la experiencia del pecado? ¿Acaso no hemos sufrido las consecuencias del pecado en una múltiple manifestación de signos de muerte? Ya el Señor había manifestado en tiempos pasados: El corazón del hombre está inclinado al mal desde muy temprana edad.

Nuestro cuerpo, dominado muchas veces por la ley del pecado, hace que realicemos el mal que no queremos y evitemos el bien que deseamos. Pero, puesto que el cuerpo no es algo distinto a nosotros, por eso somos responsables de nuestros pecados y maldades.

¿Acaso podremos nosotros mismos liberarnos de nuestras malas inclinaciones y dejar de pecar? Gracias a Dios, y no a nosotros mismos, la Redención de Cristo alcanza a nuestro cuerpo, esclavo de la muerte, y lo libera de esa esclavitud. Así, más que volver a aquella inocencia del paraíso terrenal, entramos en la perfección del mismo Hijo de Dios con el corazón inclinado al bien, dispuestos en todo a obedecer y a hacer la voluntad de Dios.

Creamos realmente en Dios y dejemos que su Vida invada todo nuestro ser, y que su Espíritu nos guíe, libres de todo mal y de toda inclinación al pecado, hasta la posesión definitiva de la Vida eterna.

 

Sal. 119 (118). La Ley del Señor es perfecta y reconforta el alma.

Dios no nos dio en la Ley una trampa para que pecáramos y nos condenáramos. Quien ama al Señor cumple con amor sus mandamientos. Así, la Ley nos conduce hacia Dios para que, uniéndonos a Él, en Él tengamos la salvación.

En el corazón del creyente, que es fiel a la voluntad del Señor, habita la Trinidad Santísima; y Dios lo ve como al Hijo amado en quien el Padre se complace.

Que Dios nos conceda vivir intensamente, de un modo especial, el precepto del amor, en el que se resumen la Ley y los profetas.

 

Lc. 12, 54-59. Si conociendo las Escrituras percibimos que en Jesús se está cumpliendo lo que del Mesías anunció Dios por medio de la Ley y los Profetas, ¿Habrá razón para rechazarlo? ¿Habrá razón para seguir esperando otro Mesías?

Nosotros decimos creer en Él, ¿Somos sinceros en nuestra fe? o ¿Actuamos con hipocresía de tal forma que, a pesar de nuestros rezos, viviésemos como si no conociéramos a Dios y a su Hijo, enviado a nosotros como Salvador?

No podemos llamarnos realmente personas de fe en Cristo cuando, según nosotros, vivimos en paz con el Señor, pero vivimos como enemigos con nuestro prójimo.

Si al final llegamos ante el Señor divididos por discordias y egoísmos, en lugar de Vida encontraremos muerte; en lugar de una vida libre de toda atadura de pecado y de muerte, estaremos encarcelados y sin esperanzas de la salvación, la cual Dios concede a quienes aman a su prójimo como Cristo nos ha amado a nosotros.

En esta Eucaristía el Señor nos reúne para hacernos partícipes de su perdón y de su paz; para hacernos partícipes de su vida y de su amor. Él se convierte en fortaleza nuestra para que el pecado no vuelva a dominarnos. Viviendo en comunión de vida con Él, su victoria será eficaz en nosotros; y entonces nos convertiremos en una continua alabanza del Nombre de Dios y en un signo real y concreto de su amor para nuestro prójimo.

Por eso la participación en la Eucaristía es un compromiso de fidelidad al Señor que nos libra de la esclavitud de la muerte y nos hace caminar a impulsos no ya de nuestras inclinaciones pecaminosas, sino a impulsos de la Vida de Dios y de su Espíritu en nosotros.

Abramos, pues, nuestro corazón y todo nuestro ser, a la comunicación de la Gracia que el Señor nos ofrece.

Vayamos a nuestra vida diaria con el corazón renovado y la mirada limpia; vayamos con un corazón capaz de amar a nuestro prójimo y de hacerle el bien. Seamos un signo de Cristo en nuestro mundo. Que todos alcancen a percibir que la Salvación, que Dios ofrece a la humanidad, se ha cumplido en nosotros.

No vivamos pecando; no vivamos destruyéndonos, no vivamos divididos.

Quien vive esclavo del pecado, aun cuando con los labios confiese a Jesús como Señor, con sus obras estará denigrando su Santo Nombre.

Seamos, pues, constructores de un mundo más fraterno, más libre de signos de muerte. Entonces, realmente, podremos decir que el Reino de Dios no sólo se ha acercado a nosotros, sino que ya está dentro de nosotros.

Roguémosle a nuestro Dios y Padre que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir en fidelidad a su Voluntad; de tal forma que por medio de la eficacia de su Palabra y la acción del Espíritu Santo en nosotros, seamos, ya desde ahora, santos como Dios es Santo. Entonces la Iglesia será en el mundo un signo creíble de Cristo, el cual, por medio de ella, conducirá a todos los pueblos a la eterna Salvación. Amén.

 

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